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viernes, 8 de mayo de 2015

EL PELIGRO DE LO QUE TE PROTEGE por David Trueba


Todos los que se relacionan con la medicina saben que muchos medicamentos te curan un mal pero pueden causarte otro. No es fácil encontrar un remedio que no contenga sus peligrosas contraindicaciones. Hace poco sufrimos la conmoción del vuelo de la marca barata de Lufthansa derribado por el propio copiloto. Para muchos, el dato con menor morbo fue el de saber que si no se hubieran extremado las medidas de seguridad en los vuelos tras los atentados del 11-S en Norteamérica, cuando los aviones fueron utilizados como bombas, la tragedia podría haberse evitado. Si la puerta de la cabina no se bloqueara hasta hacer imposible que alguien acceda desde fuera sin la autorización del interior, el copiloto suicida no habría quizá logrado arrastrar en su crisis psicótica a tantos inocentes. Ninguno de los lamentos solucionará lo ocurrido, pero sí puede ofrecernos una perspectiva general sobre los miedos ciudadanos. El bloqueo de puertas fue una medida urgida por el pánico, ahora se reformará con nuevas variantes, hasta la próxima tragedia.

El avance del terrorismo de coartada religiosa está machacando las regiones árabes, a las que castiga con la muerte directa de miles de inocentes, pero también con el hundimiento de sus propuestas de democracia y el sabotaje de sus economías basadas en el turismo y la apertura a los extranjeros. Se trata de una batalla de costumbres y por tanto ataca a todo aquello que representa progreso y modernidad. Cuando destruyen las riquezas milenarias, las piezas de valor histórico, lo que intentan es inventar un mundo que nazca a su antojo, en la fecha que marca la religión como origen de todo. La primera reacción internacional es la de bloquear las puertas. No permitir el acceso. Pero quizá, como pasó con el avión, no sea del todo sabio proceder al cerrojazo absoluto. Incluido en el proceso de crisis económica, hay una receta reaccionaria que habla de recuperar las nacionalidades y cerrarse sobre sí mismos como solución a todo, pero quizá entonces estemos condenados a quedarnos encerrados con otro monstruo similar del que no podremos escapar.

El encierro propio convierte nuestra vida en una cárcel, quizá invisible, pero cárcel al cabo. El miedo empuja al aislamiento. Uno levanta las vallas más altas, pero llega un día en el que no es capaz de traspasarlas y además se ve rodeado de los mismos peligros que pretendía evitar. Es una irónica victoria del enemigo. Sería bueno reconsiderar que el riesgo no se vence solo con la protección y que a cada medida le acompaña su propia contraindicación. El sentido común nos dice que la tragedia del copiloto alemán solo se podría haber evitado desde un grado de comunicación personal más directo entre las tripulaciones y la empresa, entre una mayor confianza, humanidad, cercanía. No con puertas bloqueadas, sino con diálogo, transparencia y familiaridad. He ahí un buen ejemplo para que no nos condicionen tanto los miedos, que no nos condenen a un aislamiento mayor. Nunca vamos a evitar todos los peligros, pero no destruyamos, en ese ataque de pánico, aquello que aún tenemos que preservar. De largo, la mejor receta para encarar los problemas entre seres humanos no pasa por deshumanizar la sociedad y nuestras actividades, sino por tratar de humanizarlas un poco más.

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